Una empresa colosal, cuya desmesura apenas podemos imaginarnos: en medio siglo, un puñado de conquistadores se apodera de dos millones de kilómetros cuadrados para construir allí una réplica de su sociedad. Las riquezas increíbles que descubren les hacen olvidar muy pronto que andaban en busca de las especias. Y se pone en movimiento una gigantesca máquina de colonización. Hoy nos parece que la conquista de América fue el preludio de la occidentalización del mundo. Pero, para sus protagonistas, ávidos de gloria y recompensas, antes que nada fue el encuentro cotidiano con lo desconocido. Sus relatos de viaje y sus cartas nos muestran su temor a perderse, su obsesión por el alimento -a veces, superior a la del oro-, pero también nos revelan su deslumbramiento cuando descubren la gran Tenochtitlan, que comparan con Venecia; o bien el sabor de una fruta exótica o el silencio de los manglares del Pacífico...
Mientras los mapas van precisándose, los conquistadores envejecen: Colón, el primer héroe; Cortés, conquistador de Anáhuac; Pizarro, gobernador del Perú, asesinado en su palacio de Lima... De esas aventuras americanas el Viejo Mundo no recibe más que ecos lejanos. Ignora todos los horrores de la Conquista, el cúmulo de enfermedades y de daños ecológicos que provoca. A falta de informes precisos, informa que ese Nuevo Mundo está poblado de salvajes y de quimeras.
¿Quién podría dudar de la legitimidad de la Conquista en una Europa que acaba de expulsar a los judíos y de convertir a los moriscos? América cae en la órbita occidental, arrastrando a europeos, negros e indios a la construcción de un mundo nuevo. A esto y más se refieren Bernard y Gruzinski en la Historia del Nuevo Mundo.
Tomado de página del Fondo de Cultura Económica
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