Un relato a manos del poeta Nicolás Suescún, que describe al célebre escritor Jorge Luis Borges desde su faceta creadora hasta sus deseos más profundos.
En diciembre de 1938, pocos después de la muerte de su padre, subiendo unas escaleras, Jorge Luis Borges se pegó en la cabeza contra el marco de una ventana. La herida se infectó y estuvo a punto de morir. Durante la convalecencia pensó que había perdido sus facultades mentales y, para comprobarlo, se propuso escribir un cuento. Ese relato, “Pierre Menard, autor del Quijote”, fue el primero de los grandes cuentos fantásticos que convirtieron al tímido y libresco escritor, poeta de vanguardia en su juventud y original ensayista, en el más celebre e influyente autor de nuestra lengua.
LOS AÑOS DE PENUMBRA
En 1956 le prohibieron leer y escribir. Se había quedado del todo ciego ese hombre para quien la vida eran los libros: leerlos, releerlos, escribirlos. Pero no quedó en la oscuridad. No sólo porque, como él lo ha explicado, el mundo del ciego es un mundo de penumbra y no de tinieblas, sino porque poseía una cultura tan vasta como su inagotable memoria. Ese azar, en realidad la culminación de un largo crepúsculo que había empezado en su niñez, no detuvo ni su curiosidad ni su creatividad y, mezclado con su creciente fama, le inspiró una independencia nada común y una nueva y pasmosa personalidad literaria. Desde entonces dictó, venciendo su timidez, sus primeras conferencias y empezó a estudiar la literatura de sus antepasados vikingos y sajones, sobre la que publicó varios estudios escritos en colaboración. Ha escrito cuentos, no tan felices como los de sus primeros libros, y unos cuantos poemas que están entre lo más bellos de nuestra literatura. En las formas clásicas que rehuía en sus primeros versos. Y se convirtió así en el último de los grandes poetas modernistas.
Al mismo tiempo, concedió mil y una entrevistas, nunca sosas ni monótonas, que han hecho parar los pelos de izquierdistas, derechistas, amigos del fútbol, admiradores de García Lorca y de cuantos no comparten su ironía y su escepticismo. Y ha ido perfeccionando su manera de dar conferencias. Ha dictado, rodeado de respeto y galardonado con todos los premios, menos el Nobel que merece más que nadie, un gran número de charlas en las que habla siempre sobre los temas que lo han obsesionado siempre, pero enriqueciéndolos, relacionándolos y abriendo rumbos inesperados, como sus antepasados que descubrieron América siglos antes que Colón.
También tradujo a Whitman, a quien quiso imitar de joven. Es su versión menos feliz porque despoja al inmenso poeta de un aliento, del que hay, sin embargo, brillantes destellos en la propia poesía de Borges.
Y se casó, un experimento fallido, con una señora que lo llevaba y lo traía como un pelele. Pero la conclusión borgiana es maestra: “El casamiento es un destino pobre para una mujer”.
EL BORGES PÚBLICO
Tengo en mi mesa tres recortes y “Siete noches”, un libro que ha llamado su testamento. Dos entrevistas y una noticia. Consta en ésta que le acaban de conceder el premio “Ollín Yoliztli”, un galardón mexicano con una bolsa de 73 mil dólares que ganó el año pasado Octavio Paz y que el Presidente López Portillo le entregará a Borges en diciembre, en Guanajuato.
En una de las entrevistas, tras confesar que está aburrido consigo mismo, que los domingos son como dos días y que su cobardía no lo ha dejado suicidarse, ridiculiza a los militares que gobiernan a Argentina. Los militares de ahora no son como sus abuelos, que lucharon en las batallas de la independencia. Los de ahora no han oído nunca silbar una bala y no saben gobernar porque siempre han vivido encerrados en cuarteles. Los espías le parecen seres necesariamente cobardes e imaginario el conflicto con Chile. Propone que las islas en litigio se las den a Bolivia y que se olviden del ridículo asunto.
En la otra entrevista dice que sí quiere el Nobel, pero que ser famoso y merecedor de ese premio es un signo de la decadencia de los tiempos actuales.
A muchas personas este nuevo Borges, con sus polémicas opiniones, y también el de antes, con sus políglotas citas de escritores oscuros, les parece una especie de anacronismo viviente. El escritor polaco Witold Gombrowicz, quién lo conoció cuando llegó a Buenos Aires poco antes de la Segunda Guerra, narra en uno de sus diarios un diálogo con Borges que parece sacado de Rabelais. Según él, cada vez que decía algo, antes incluso de que terminara, Borges citaba la fuente de lo que había dicho, un poeta latino o algún escritor inglés marginal, para amilanar con su presencia al recién llegado. Furioso, Gombrowicz nunca volvió a hablar con él, se hizo a un círculo de jóvenes admiradores y escribió “Ferdydurke”, su obra maestra
“SIETE NOCHES”
Pero basta leer “Siete noches”, quizá el más novedoso de sus libros, para ver que Borges no es un orgulloso pedante sino un sabio que parte de sus lecturas para hablar de la vida. El libro recoge siete conferencias, cuidadosamente corregidas, que Borges dictó en un teatro de Buenos Aires en 1977. Las conferencias suelen ser, sobre todo si son improvisadas como las de Borges, sueltas, desordenadas y repetitivas. Pero la ceguera le enseñó a Borges a hablar y escribir mentalmente, con claridad y una extraña perfección. La misma que hace que escriba sus poemas con puntos y comas. Por eso, sus conferencias, y éstas en particular, son de una riqueza que supera la de sus libros redactados y corregidos lentamente. Y son la mejor introducción posible a su imaginación, su conocimiento y su arte.
Los siete temas escogidos por Borges en esa memorable ocasión son la Divina Comedia, la pesadilla, Las mil y una noches, el budismo, la poesía, la Cábala y la ceguera. Un piadoso clásico occidental, un hecho que todos compartimos al dormir, un libro fruto de muchos narradores de cuentos, países y épocas, la religión más difundida del mundo, un arte en el que Borges es maestro, una secta cuya doctrina se basa en la lectura de la biblia y una condición personal, la ceguera, que Borges comparte con Homero.
Borges ha tocado estos temas una y otra vez, algunos como el clásico oriental o la Biblia, que leía su abuela inglesa ante la Pampa, desde que era un niño que leía fascinado en el suelo los incontables libros ingleses de la biblioteca de su padre. Por eso, para un borgiano que no lo haya leído, este libro podría parecer reiterativo. Y al leerlo, encontrará citas, ideas, intuiciones y descubrimientos que ha usado en algunos de sus libros de ensayos, sus poemas y sus cuentos. Pero Borges no se repite por falta sino por abundancia de recuerdos y de ideas. Los ecos de tantas lecturas y relecturas resuenan nítidos en el laberinto de su imaginación, no un dédalo de confusos pasadizos sin fin, sino un jardín de senderos que se bifurcan, una múltiple y convincente lección que lo lleva a uno por un dédalo del que no se quiere salir y al que se puede volver una y otra vez.
EL DANTE Y ULISES
Y dentro del libro también hay repeticiones. Ya en la primera conferencia menciona temas y personajes que reaparecerán en las demás, y en estas añade nuevas observaciones, enriqueciendo lo que apenas tocó antes. Como músico que presenta en el primer movimiento de una sintonía los temas que desarrollará en los demás. Y no es descabellada esta comparación. Borges no es un filósofo que fabrica silogismos. Sino un artista a quien rige su imaginación.
Para hablar sobre el Dante, toca el tema del libro de múltiples significados que le servirá después para explicar la poesía y la Cábala. Menciona el origen oral de la poesía, analiza la transparente retórica del Dante y alude al tema del oriente, que reaparecerá al contar la historia de Las mil y una noches y al definir con rara lucidez el budismo. Todo esto según un método que no puede prescindir de ejemplos concretos, de versos, estrofas, fragmentos y episodios. Como el de Paolo y Francesca, que demuestra, según él, la ternura del Dante: “… no le interesa el modo como fueron descubiertos ni ajusticiados: le interesa algo más íntimo, y es saber cómo supieron que estaban enamorados, cómo se enamoraron, cómo llegó el tiempo de los dulces suspiros”.
Luego habla de Ulises, quien después será Simbad el marino, el hombre que emprende “esa empresa generosa, denodada, de querer conocer lo vedado, lo imposible”. Y al recalcar la carga trágica al episodio de Ulises en la Comedia, saca unas de esas conclusiones que sólo se le ocurren a él: “Dante sintió que Ulises, de algún modo era él”. Pero antes de terminar compara a Ulises con el vengativo capitán Ahab de Melville y nos hace una confesión que también es un consejo: “Al principio debemos leer el libro de con fe de niño, abandonarnos a él; después nos acompañará hasta el fin. A mí me ha acompañado durante tantos años, y sé que apenas lo abra mañana encontraré cosas que no he encontrado hasta ahora. Sé que ese libro irá más allá de mi vigilia y de nuestras vigilias”.
EXPLICARLO ES UNA TRAICIÓN
Cuando habla sobre la pesadilla aclara que su tema es lo asombroso, lo extraño del hecho de soñar y no la psicología (Borges desprecia olímpicamente a Freud). Y luego dice: “Para el salvaje o para el niño los sueños son un episodio de la vigilia, para los poetas y los místicos no es imposible que toda la vigilia sea un sueño”. Confiesa que sus pesadillas son con espejos y laberintos y que muchas tienen lugar en esquinas concretas de Buenos Aires, es decir, implica que hay en ellas la misma mezcla de lo remoto y lo cotidiano de toda su obra. Y cuenta su peor pesadilla: un antiguo rey escandinavo que mira el cielo raso al pie de su cama, junto a él su perro. Advierte que el sueño narrado no es nada en comparación del terror que sintió al soñarlos. Relata luego algunas pesadillas, entre otras una suya que aparece un collage del surrealista Mazt Ernst. Y sugiere para acabar que los sueños son una expresión estética, la más antigua de todas, pero que también pueden ser grietas por las que vislumbramos el infierno.
De las mil y una noches dice Borges que los orientales sostienen que nadie puede acabar de leerlo, y lo compara con las muñecas rusas. Afirma que su aparición en francés, en el siglo XVIII, fue el comienzo del romanticismo, y considera este hecho uno de los momentos estelares del encuentro entre el oriente y el occidente. Traza la historia de este mutuo descubrimiento, desde las conquistas de Alejandro Magno, quien se hacía rodear de “hombres de la noche” para que lo entretuvieran con sus historias, hasta sus propias palabras, las del sucesor de aquellos oscuros narradores, historiador de la noche, la eternidad y la infamia.
El releer estos últimos párrafos me doy cuenta de que sucede con esta prosa tardía de Borges, con este amable y rico diálogo que entabla con nosotros, lo mismo que pasa cuando uno trata de explicar un poema. Puede uno analizarlo con fórmulas abstractas o narrativas, pero además de perder la música del verso, no quedará nada de su ambigüedad y su riqueza. Del mismo modo explicar a Borges es una especie de traición.
No seguiré, pues, diciendo mal lo que Borges dice en su incomparable prosa, sin adjetivo ni vaguedades. Sólo le cuento que no hay en este libro una página que no esté preñada de significados, que no ilumine y enseñe como las palabras de los grandes sabios de la historia. Y no puedo resistir a la tentación de copiar, para que usted lo compruebe, una página, la última cláusula de este maravilloso legado.
Una página de Borges
LA CEGUERA
He dicho que la ceguera es un modo de vida, un modo de vida que no es enteramente desdichado. Recordemos aquellos versos del mayor poeta español, fray Luis de León:
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanza, de recelo.
Edgar Allan Poe sabía de memoria esta estrofa.
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanza, de recelo.
Edgar Allan Poe sabía de memoria esta estrofa.
Para mí, vivir sin odio es fácil, ya que nunca he sentido odio. Pero vivir sin amor creo que es imposible, felizmente imposible para cada uno de nosotros. Sin embargo, el principio “vivir quiero conmigo,/ gozar quiero del bien que debo al cielo”: si aceptamos que en el bien del cielo puede estar la sombra, entonces, ¿quién vive más consigo mismo? ¿Quién puede explorarse más? ¿Quién puede conocerse más a sí mismo? Según la sentencia socrática, ¿quién puede conocerse más que un ciego?
El escritor vive, la tarea de ser poeta no se cumple en determinado horario. Nadie es poeta de ocho a doce y de dos a seis. Quien es poeta lo es siempre, y se ve asaltado por la poesía continuamente. De igual modo que un pintor, supongo, siente que los colores y las formas están asediándolo. O que un músico siente que el extraño mundo de los sonidos –el mundo más extraño del arte- está siempre buscándolo, que hay melodías y disonancias que lo buscan. Para la tarea del artista, la ceguera no es del todo una desdicha: puede ser un instrumento. Fray Luis de León dedicó una de sus odas más bellas a Francisco Salinas, músico ciego.
Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo.
Si el ciego piensa así, está salvado. La ceguera es un don. Ya he fatigado a ustedes con los dones que me dio: me dio el anglosajón, me dio parcialmente el escandinavo, me dio el conocimiento de una literatura medieval que yo habría ignorado, me dio el haber escrito varios libros, buenos o malos, pero que justifican el momento en que se escribieron. Además, el ciego se siente rodeado por el cariño de todos. La gente siempre siente buena voluntad para un ciego.
Quiero concluir con un verso de Goethe. Mi alemán es deficiente, pero creo poder recuperar sin demasiados errores esas palabras: “Alles nahe werde fern”, “todo lo cercano se aleja”. Goethe lo escribió refiriéndose al crepúsculo de la tarde. Todo lo cercano se aleja, es verdad. Al atardecer, las cosas más cercanas ya se alejan de nuestros ojos, así como el mundo visible se ha alejado de mis ojos, quizá definitivamente. Goethe pudo referirse no sólo al crepúsculo sino a la vida. Todas las cosas van dejándonos. La vejez tiene que ser la suprema soledad, salvo que la suprema soledad es la muerte. También “todo lo cercano se aleja” se refiere al lento proceso de la ceguera, del cual he querido hablarles esta noche y he querido mostrar que no es una total desventura. Que debe ser un instrumento más entre los muchos, tan extraños, que el destino o el azar nos depara.
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